Desde que comenzó todo este lío de la crisis financiera mundial vengo diciendo que me avergüenzo de la total falta de ética de los gobiernos de salir al rescate de un sistema privado.
Yo, en mi supina pero convencida ignorancia, considero que habría que dejar que todo se vaya a la mierda (dicho así prontamente) y que la ley de la jungla haga el trabajo de selección natural para que sobreviva el más fuerte.
(De todos modos de esa misma manera es que se acabaron los dinosaurios y surgió la raza humana).
Ingenuamente me pregunto cuantas generaciones de personas se salvarían con el dinero gastado en pagar por los errores de los especuladores y los parásitos del mundo, y cuando digo “generaciones de personas” trato de imaginarme no un conjunto enorme, sino muchísimas individualidades juntas, cada una con sus sueños, con sus ilusiones, con sus dolores y con sus muertes.
Me dio pereza ponerme a escribir sobre el tema; yo sufro de pereza crónica y creo que es la razón principal por la que no sea premio nobel de algo.
Algunos días después leí en el muy buen blog Mi mesa cojea la nota que transcribo literalmente a continuación, la cual representa mucho de lo que pienso y que me evita ponerme a redactar:
Hace unos meses, Cuatro emitía un reportaje en el que el siempre dicharachero Jon Sistiaga nos mostraba el mercado de las armas en Norteamérica. Paseaba por una feria mientras su voz en off remarcaba la inadecuada presencia de infantes en aquellos encuentros de amantes del sr. Smith y del sr. Wesson.
Entre los muchos personajes que desfilaban frente a la cámara, recuerdo uno que afirmaba que tener armas en casa le hacía sentirse más seguro ante un posible ataque. El intrépido Sistiaga, cejas en arco, le preguntaba de quién pretendía defenderse. Y el tejano, con la naturalidad de quien está convencido de tener razón, respondía:
“De mi Gobierno, claro.”
La voz en off de Sistiaga remarcaba entonces las carencias de la cultura norteamericana, madre del amor hermoso, cómo está el patio por aquí para que la gente crea que necesita armas para defenderse de su Gobierno.
“¿Es que en España la gente no lleva armas?”, preguntaba alucinado el tejano.
Y la sonrisa del europeísimo Sistiaga le decía que no, hombre, que aquí somos mucho más cultos y sensatos y confiados, y dejamos las armas exclusivamente en manos de la pasma, la legión, los escoltas y las mafias del este. ¿Para qué cojones vamos a necesitar armas nosotros, los hombres y mujeres de bien?
Creo que ésa fue la primera vez que pensé que en América la revolución aún era posible, mientras que en Europa el pueblo ya había sido derrotado y, además, lo íbamos pregonando por el mundo como unos perfectos gilipollas.
Me equivocaba, por supuesto. También en América el pueblo ha sido derrotado.
Stanley O’Neall ha ganado 161 millones de dólares al abandonar la presidencia de Merrill Lynch para que el Banco de América se haga cargo. Charles Prince ha conseguido 40 millones de dólares por abandonar Citigroup debido a las enormes pérdidas que su gestión ha provocado.
Mientras Lehman Brothers negociaba su posible rescate con el Gobierno Federal, Richard Fuld, consejero delegado de la empresa, ganaba 17.000 dólares a la hora. A la hora. Por eso seguramente las negociaciones se alargaron tanto.
Y está, por supuesto, el ya célebre caso de los directivos de AIG, que festejaron el rescate gubernamental de su empresa gastándose 440.000 dólares en un balneario de lujo, con todo lo que todos imaginamos incluido.
Ahora el gobierno federal ha destinado 700.000 millones de dólares para salvar el sistema. El problema, todos lo sabemos, es que el sistema es toda esa gente de ahí arriba. El sistema es lo que ellos quieren que sea.
La Revolución francesa estalló por menos.
Si algo ha quedado claro en esta crisis, o lo que quiera que sea, es que la revolución como motor de cambio de la estructura social ya no es posible. La subversión ha sido aplacada sin llegar a tener lugar. Ni un chispazo. Ni un disparo. Ni una sola gota de sangre. Sólo editoriales tibios y presidentes sin poder alguno pidiendo calma y confianza en quienes se burlan de nosotros en cada dólar, en cada euro, en cada libra. En el siglo XXI el cinismo es moneda única, y la furia un arrebato adolescente de mal gusto, reducto de blogs y unas pocas conversaciones de cafetería.
Los ciudadanos, en cualquier parte del mundo, vamos a trabajar y, resignados, bromeamos con el posible fin del capitalismo, con el corralito, con la pérdida de nuestros ahorros. Y arrugamos la frente como hacen los viejos que ya han visto morir a muchos amigos y ven ahora morir a otro. ¿Qué le vas a hacer, hijo mío?
Es ley de vida.