El otro día llegué a mi casa y encontré el aviso de visita del correo tratando de entregar una carta certificada.
Pensé que por ser certificada, la carta sería importante y fui enseguida a la oficina a retirarla. Ahí me dijeron que la carta estaría sólo disponible desde el día siguiente, porque el empleado no había vuelto todavía.
Con bastante ansiedad y curiosidad esperé y me fui a dormir preocupado y pensando en de quién sería y qué querrían AHORA.
A primera hora de la mañana siguiente estaba en el correo, pero obviamente había bastante gente delante de mí y tuve que esperar. Fue llegar a la ventanilla cuando tocó mi turno y que se cortara la electricidad en ese instante. La empleada dijo con el tono monótono de lo estudiado “Señoras y señores, por favor abandonen el edificio de inmediato”. Yo la miraba con súplica en los ojos, y ella me tranquilizó maternalmente -No se preocupe, Ud. será el próximo en ser atendido, luego que, claramente, se solucione este problemita.
Con esperanza me quedé parado frente a la puerta, pero luego de 45 minutos decidí irme. A esta altura ya era el último que quedaba y tenía la minúscula vanidad de informar del problema a la gente que llegaba inocentemente y se encontraba con las puertas cerradas.
Me fui por fin a mi casa y traté de pensar en otra cosa, sin éxito. Las cartas certificadas suelen traer malas noticias, que son las noticias que la gente quiere asegurarse que uno lea, por eso se envían de ese modo. ¿Qué mala noticia habría en ese sobre? Hice mil hipótesis, cada uno peor que la otra, hasta que decidí dormir sólo para no pensar.
Era tanto mi apuro por llegar cuando me desperté que salí sin desayunar ni enjuagarme la cara. Iba en mi bicicleta a toda velocidad, con el viento a favor. Ya hacía más de media hora que el correo estaba abierto y yo había perdido esa media hora.
Al nene que se cruzó frente a mí ni lo vi, quién sabe por qué, si por mi embotamiento matutino o el viento a favor o al semáforo que crucé en rojo. Lo cierto es que se armó un revuelo de escándalo y a pesar del golpazo que recibió (había bastante sangre, es verdad) creo que un poco exageraba el caprichoso. De todos modos no tardó en llegar una ambulancia y un policía. ¡Qué exageración! ¿Para eso uno paga impuestos? También me pareció exagerado que el policía insistiera en llevarme a la comisaría preventivamente. La madre del chico, francamente insoportable, se ensañó de tal manera conmigo… y los gritos… todavía los oigo. Me imagino lo que debe ser esa mujer en la casa. No me sorprendería que el marido la hubiera dejado.
Total que entre averiguaciones y burocracia me pasé el día ahí dentro y tuve que hacer una cita con un juez para que (me lo aseguraron) aplicaran conmigo un correctivo que sería ejemplificador.
A casa llegué tarde y cansado y a pesar del trajín del día no pude dormirme hasta bien entrada la noche pensando en la carta que estaba ahí en esa bolsa esperando por mí y quién sabe con qué palabras escritas.
El día siguiente fue de locos. No sólo que tuve que pasarme la mañana en casa por la visita del plomero, sino que estaba saliendo cuando me tocó el timbre mi cuñada y empezó con su perorata anti-familia habitual, que francamente a esta altura me tiene sin cuidado. Con tal que se fuera lo antes posible le decía a todo que sí, que mi hermano que sí, y que mis viejos también, total que recién a las 4 de la tarde se dignó a irse y dejarme en paz.
Esta vez la empleada del correo me reconoció, y luego de ir a buscar la carta al depósito de cartas-certificadas-con-malas-noticias me dijo que el cartero había salido con ella, para intentar la segunda entrega, y que sin duda por poco nos habíamos cruzado.
Como ya no tenía ni fuerzas para maldecir el destino pero a pesar de ellos cerraba los ojos y veía carteros y empleadas de correo y cuñadas y niños ensangrentados, tomé una de las píldoras que casi nunca tomo y dormí hasta el mediodía siguiente.
No podía creerle al reloj cuando me desperté. ¡Y pensar que yo debía estar visitando un cliente! Me vestí a las apuradas y fui a su oficina.
Recuerdo vagamente que hablaba tanto, y yo cerraba o entrecerraba los ojos e imaginaba el peor de los destinos posibles para mi vida funesta y marcada por la desgracia por una carta.
La mañana siguiente nada habría que hacer, porque mi médico me esperaba desde hacía 2 meses y la cita era impostergable: un chequeo general.
Entre su examen clínico, análisis, electrocardiogramas y mil pruebas más (uno está siempre sano hasta que visita al doctor) se me fue el día y yo sin mi carta, cuya idea me perseguía hasta lo físico.
Más que la vergüenza, yo creo que al otro día fue la desilusión lo que más me golpeó cuando llegué al correo y lo encontré cerrado. Era sábado, pero eso ya poco importaba porque los días habían tomado un tinte irreal y ya lo mismo daba para mí y para mi carta que fuera sábado, o médico, o cuñada, o segunda entrega.
Ni recuerdo cómo pasé el domingo, y ya lo mismo da, pero sí sé que el Lunes estaba allí, ahora sí primero que nadie y orgulloso, esperando por mi carta.
La empleada ahora me miró con un poco, creo recordar, de lástima, y me dijo que la carta, luego de 2 envíos infructuosos, había sido devuelta a su remitente y que sin duda (aunque esto estoy seguro que lo dijo al ver mi gesto) sería reenviada si su contenido fuera importante.
Yo también pienso como ella, aunque sólo ahora, y eso me tranquiliza. Ahora estoy en casa y nada ni nadie me sacará de aquí nunca jamás, ni accidentes, ni bicicletas, ni parientes ni policías. Sólo el cartero y su carta. Sólo esos pasos que ya creo imaginar y espero a cada instante.
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