El otro día llegué a mi casa y encontré el aviso de visita del correo tratando de entregar una carta certificada.
Pensé que por ser certificada, la carta sería importante y fui enseguida a la oficina a retirarla. Ahí me dijeron que la carta estaría sólo disponible desde el día siguiente, porque el empleado no había vuelto todavía.
Con bastante ansiedad y curiosidad esperé y me fui a dormir preocupado y pensando en de quién sería y qué querrían AHORA.
A primera hora de la mañana siguiente estaba en el correo, pero obviamente había bastante gente delante de mí y tuve que esperar. Fue llegar a la ventanilla cuando tocó mi turno y que se cortara la electricidad en ese instante. La empleada dijo con el tono monótono de lo estudiado “Señoras y señores, por favor abandonen el edificio de inmediato”. Yo la miraba con súplica en los ojos, y ella me tranquilizó maternalmente -No se preocupe, Ud. será el próximo en ser atendido, luego que, claramente, se solucione este problemita.
Con esperanza me quedé parado frente a la puerta, pero luego de 45 minutos decidí irme. A esta altura ya era el último que quedaba y tenía la minúscula vanidad de informar del problema a la gente que llegaba inocentemente y se encontraba con las puertas cerradas.
Me fui por fin a mi casa y traté de pensar en otra cosa, sin éxito. Las cartas certificadas suelen traer malas noticias, que son las noticias que la gente quiere asegurarse que uno lea, por eso se envían de ese modo. ¿Qué mala noticia habría en ese sobre? Hice mil hipótesis, cada uno peor que la otra, hasta que decidí dormir sólo para no pensar.
Era tanto mi apuro por llegar cuando me desperté que salí sin desayunar ni enjuagarme la cara. Iba en mi bicicleta a toda velocidad, con el viento a favor. Ya hacía más de media hora que el correo estaba abierto y yo había perdido esa media hora.
Al nene que se cruzó frente a mí ni lo vi, quién sabe por qué, si por mi embotamiento matutino o el viento a favor o al semáforo que crucé en rojo. Lo cierto es que se armó un revuelo de escándalo y a pesar del golpazo que recibió (había bastante sangre, es verdad) creo que un poco exageraba el caprichoso. De todos modos no tardó en llegar una ambulancia y un policía. ¡Qué exageración! ¿Para eso uno paga impuestos? También me pareció exagerado que el policía insistiera en llevarme a la comisaría preventivamente. La madre del chico, francamente insoportable, se ensañó de tal manera conmigo… y los gritos… todavía los oigo. Me imagino lo que debe ser esa mujer en la casa. No me sorprendería que el marido la hubiera dejado.
Total que entre averiguaciones y burocracia me pasé el día ahí dentro y tuve que hacer una cita con un juez para que (me lo aseguraron) aplicaran conmigo un correctivo que sería ejemplificador.
A casa llegué tarde y cansado y a pesar del trajín del día no pude dormirme hasta bien entrada la noche pensando en la carta que estaba ahí en esa bolsa esperando por mí y quién sabe con qué palabras escritas.
El día siguiente fue de locos. No sólo que tuve que pasarme la mañana en casa por la visita del plomero, sino que estaba saliendo cuando me tocó el timbre mi cuñada y empezó con su perorata anti-familia habitual, que francamente a esta altura me tiene sin cuidado. Con tal que se fuera lo antes posible le decía a todo que sí, que mi hermano que sí, y que mis viejos también, total que recién a las 4 de la tarde se dignó a irse y dejarme en paz.
Esta vez la empleada del correo me reconoció, y luego de ir a buscar la carta al depósito de cartas-certificadas-con-malas-noticias me dijo que el cartero había salido con ella, para intentar la segunda entrega, y que sin duda por poco nos habíamos cruzado.
Como ya no tenía ni fuerzas para maldecir el destino pero a pesar de ellos cerraba los ojos y veía carteros y empleadas de correo y cuñadas y niños ensangrentados, tomé una de las píldoras que casi nunca tomo y dormí hasta el mediodía siguiente.
No podía creerle al reloj cuando me desperté. ¡Y pensar que yo debía estar visitando un cliente! Me vestí a las apuradas y fui a su oficina.
Recuerdo vagamente que hablaba tanto, y yo cerraba o entrecerraba los ojos e imaginaba el peor de los destinos posibles para mi vida funesta y marcada por la desgracia por una carta.
La mañana siguiente nada habría que hacer, porque mi médico me esperaba desde hacía 2 meses y la cita era impostergable: un chequeo general.
Entre su examen clínico, análisis, electrocardiogramas y mil pruebas más (uno está siempre sano hasta que visita al doctor) se me fue el día y yo sin mi carta, cuya idea me perseguía hasta lo físico.
Más que la vergüenza, yo creo que al otro día fue la desilusión lo que más me golpeó cuando llegué al correo y lo encontré cerrado. Era sábado, pero eso ya poco importaba porque los días habían tomado un tinte irreal y ya lo mismo daba para mí y para mi carta que fuera sábado, o médico, o cuñada, o segunda entrega.
Ni recuerdo cómo pasé el domingo, y ya lo mismo da, pero sí sé que el Lunes estaba allí, ahora sí primero que nadie y orgulloso, esperando por mi carta.
La empleada ahora me miró con un poco, creo recordar, de lástima, y me dijo que la carta, luego de 2 envíos infructuosos, había sido devuelta a su remitente y que sin duda (aunque esto estoy seguro que lo dijo al ver mi gesto) sería reenviada si su contenido fuera importante.
Yo también pienso como ella, aunque sólo ahora, y eso me tranquiliza. Ahora estoy en casa y nada ni nadie me sacará de aquí nunca jamás, ni accidentes, ni bicicletas, ni parientes ni policías. Sólo el cartero y su carta. Sólo esos pasos que ya creo imaginar y espero a cada instante.
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Horario de visita
Empezaba a sentir hambre y la tentación, descartada por la pereza de levantarse de su sillón, de buscar algo en la heladera cuando sonó el teléfono. Se levantó con desgano y tomó el receptor.
– Bagliotti – dijo con tono impersonal y distraído.
– Doctor, soy Roberto. Roberto de Donatis.
Reconoció antes la voz húmeda y jadeante que el nombre.
– Ah, de Donatis… Roberto… ¿Qué le está sucediendo? – Había un poco de hostilidad contenida en su voz.
– Doctor, lo llamo porque sigo con problemas. Ya hice todo lo que indicó. Todo sigue igual.
– No estoy en horario de consulta, Roberto.
– Pero, doctor, oiga, ya no sé qué hacer. Probé todo lo que me dijo y todo sigue igual. – Insistió.
– Lo entiendo, pero usted entienda que es sábado y no estoy trabajando. ¿Me entiende usted a mí?
– Si, claro, doctor, pero ¿no puede hacer una pequeña excepción? Estoy al borde de la desesperación. Terminé la caja esa de pastillas que me dio, hice los ejercicios de respiración que me pidió que hiciera, caminé, hice la gimnasia esa sueca o noruega. Incluso aunque usted no me lo sugiriera llegué a hacer un poco de natación. Nada cambia, doctor. Estoy igual que antes. Peor que antes. Dígame qué hacer, por favor, doctor.
– Roberto ¿usted no se da cuenta que yo no puedo hacer nada acá desde mi casa y por teléfono? Tiene que acercarse al consultorio. ¿Por qué no llama el lunes a Claudia y pide un turno? Yo me puedo hacer un lugarcito en la agenda para atenderlo lo más pronto posible. Mencióneselo a Claudia.
– No, doctor, espere, usted no entiende. No se trata de que yo no llegue a la cita. Se trata que yo no llegue al lunes. ¿Entiende? Estoy desesperado.
– Pero, de Donatis ¿usted quiere que yo haga milagros? ¿Cómo se le ocurre que puedo hacer algo en esta situación? ¡Por favor, de Donatis, póngase en mi lugar!
– Doctor, yo no sé, me podría llegar hasta su casa si…
– ¡Ni se le ocurra, de Donatis! ¿Entiende? Estoy en medio de una reunión familiar y aparte no tengo aquí nada del instrumental necesario para hacer algo por usted. Ni se le ocurra.
– Entonces dígame qué hago, doctor, porque yo ya no respondo de mí.
– En primer lugar se me tranquiliza, Roberto – Dijo intentando volver al tono conciliador. – Relájese, prepárese una tisana, ponga un poco de esa música que me dijo que se compró, esa con sonidos de pajaritos. Trate de no pensar, de vaciar la mente. Dese un baño de inmersión calentito. Llévese con usted un libro. Poesía, o las historias esas de las hadas que le recomendé. ¿Se acuerda?
– Me acuerdo, doctor, me acuerdo. Óigame, a mí no me costaría nada llegarme hasta su casa. Quizá si usted me viera y charlara un poco conmigo sería más fácil ayudarme.
– Mire, de Donatis. Mire, Roberto, no (¿lo oyó?) no se le ocurra porque no lo voy a atender. No puedo, ¿me explico? No puedo. Me estoy yendo en minutos a casa de unos parientes – Improvisó mintiendo.- Es el cumpleaños de uno de ellos. De mi suegro. Cumple 80 años hoy, ¿entiende? Y es el primer cumpleaños desde la muerte de mi suegra. ¿Entiende la importancia de eso? No lo voy a poder atender simplemente porque no estaré. Mi mujer ya está lista y yo estoy atrasado. Ni siquiera puedo estar más tiempo en el teléfono, Roberto, ¿comprende? Me tengo que ir, de Donatis. Haga lo que le dije y ya va a ver cómo pasa el mal momento. El lunes habla con Claudia. No, el lunes viene directamente, Roberto, me viene a ver. Yo lo meto entre dos turnos y charlamos, ¿le parece? Ahora me voy o no llego.
Bagliotti solo oía silencio del otro lado
– ¿Me entendió, Roberto? ¿Está ahí? ¿Me oye?
– Si, doctor, lo oigo. Está bien, no se preocupe, yo me arreglo. Lo veo el lunes. Hasta luego, doctor, y perdone.
– Hasta el lunes, Roberto, y hágame caso con lo que le dije; ya verá que el lunes quizá hasta se olvide de ir al consultorio. Se me mete en la bañadera, me lee algo ligero y me escucha los pajaritos. El lunes usted es otro.
– Ojalá, doctor.
– Hasta el lunes, Roberto.
Bagliotti colgó el teléfono con un sonoro suspiro de alivio, pero fue alejarse unos metros del aparato y comenzar a sentir remordimientos de conciencia que le hicieron detener la marcha. Se preguntaba si no habría sido demasiado duro, demasiado terminante. Una voz en su cabeza le decía que antes que los fines de semana y las reuniones familiares había no solo un juramento profesional, sino la piedad de un ser humano que tenía el poder de evitar el sufrimiento de otro y la obligación ética de usarlo.
Se sentó en la sala, retomando la lectura del semanario deportivo interrumpida por el llamado. Estaba sólo en la casa. Su mujer había salido a pasar el día con su padre, que necesitaba de su compañía, quizá para escapar de la tortura de una esposa que no dejaba de hablar trivialidades.
De repente lo atacaba otra vez el hambre, pero verdaderamente la pereza de levantarse era más fuerte. Sólo quería por un rato concentrarse en la lectura. No le era fácil; la historia ni siquiera era interesante. Se percató que se encontraba leyendo por tercera o cuarta vez el mismo párrafo, que discutía las posibilidades de un equipo de fútbol totalmente desconocido para él de ascender de división si continuaba con su buena temporada. Recomenzó con decisión, resuelto a terminarlo, pero a mitad de camino su cabeza ya estaba en otro lado.
¿Por qué él y Cecilia nunca se decidieron a tener hijos?
Al principio fue su juventud, luego sus profesiones, más tarde la inseguridad de ser, después de todo, una pareja frágil y por último la desidia.
Es claro que sabía que esas excusas no tenían ninguna fuerza ni validez, porque intuía que un hijo justifica a dos personas y no a una pareja, pero ¿quién entiende las verdades universales si tiene que lidiar con el desengaño de las falacias cotidianas?
Se levantó camino a la heladera y en el trayecto se distrajo observando la pequeña galería de fotos sobre el piano.
Se detuvo en la sonrisa de Cecilia. Esa sonrisa que lo había perdido más de 20 años atrás y que ahora, a través de las fotografías y los años sólo le parecía una mueca de cinismo, o una burla amarga llena de reproches.
Reconoció el porte orgulloso y un tanto arrogante que él mismo llevaba y que aún no había perdido. Pensó que en su momento esa arrogancia era espontánea y reflejaba el descaro del éxito, pero que ahora sólo era una sombra y una actitud teatral ni siquiera bien representada.
¿Qué había significado para él el éxito a los 30 años y qué significaba ahora? Su consultorio había ganado renombre como uno de los más serios en su especialidad a costa de mucho trabajo y amor propio, aunque bien era cierto que había cometido errores que le hubieran podido costar no solo la carrera sino incluso la libertad.
Pensó en la libertad. En su libertad.
Se dijo en voz alta que la libertad era el bien más precioso de la imaginación y sonrió por la ocurrencia.
Se sentó al piano y comenzó a tocar la misma melodía que tocaba cuando quería sensibilizar a una mujer.
Mucho tiempo atrás había sido una efectiva estrategia para ablandar el corazón de más de una de ellas, y era cierto que había sido importante como arma para la conquista de Cecilia, pero hubo algunas varias más que, antes o después de ella y en otros o ese mismo piano, habían cedido y se habían rendido frente a ese ingenuo encanto.
De pequeño soñó con ser músico. No era mal pianista e incluso llegó a dar algunos pequeños concierto que en los círculos íntimos en los que se realizaron fueron bien recibidos. Siempre tomó todas sus empresas con pasión y las defendió con vehemencia, pero cuando a su flamante consultorio comenzaron a llegar más y más pacientes y el dinero no tardó en comenzar a surgir como de una fuente, se obnubiló por el poder y el prestigio, que podía esgrimir como armas mucho más poderosas que las melodías pegadizas.
Luego llegó Cecilia y todo era tan perfecto. La situación ideal. La vida ideal. ¿Cómo puede ser que alguien se acostumbre tanto a la perfecta felicidad hasta el punto de faltarle tanto el respeto y dejarla escapar por descuido? ¿En qué momento de sus últimos 20 años había sucedido eso? ¿Pasó de a poco cada día, cada minuto? ¿En qué momento de su vida se percató de lo vanidoso que había sido? ¿Había existido ese momento? ¿Era ese aquel momento?
Sintió todo como una revelación y se preguntó con desesperación si no sería posible desandar el camino recorrido para reencontrarse consigo mismo en algún punto, sin importar que ese camino tuviera que recorrerlo sólo, sin reparar en lo que le costaría, el precio enorme que tendría que pagar para recuperar lo perdido.
¿Tendría todavía fuerzas para emprender ese camino?
Sonrió con amargura al recordar que sólo por pereza había desistido de llegar a la heladera, y cómo en esos insignificantes diez metros se había detenido en las fotos, en el piano, en las ilusiones perdidas y en lo vano de su frágil felicidad, y se dio cuenta que los caminos no se desandan. Que desandar un camino es emprender un camino nuevo. Que lo perdido no se recupera, porque cuando algo se recupera ya ha cambiado tanto el objeto o uno mismo, que nada es lo mismo.
En esos pensamientos estaba cuando sonó el timbre de la puerta.
Supo inmediatamente quién era, pero jamás llegaría a sospechar que del otro lado de la puerta Roberto de Donatis rezaba con fervor para que no hubiera nadie en casa, para que nadie atendiera su llamado, para que nadie abriera esa puerta, mientras estrujaba y arañaba sus manos porque sabía de lo que eran capaces si sus plegarias no eran escuchadas.
Bagliotti abrió con resignada decisión.
– Pase, Roberto. Lo esperaba.
La vizcachera
Estuvimos horas sentados tomando té sin decirnos casi nada, hablando de trivialidades y cuando me disponía a irme tomé el picaporte para abrir la puerta y como siempre pasa salieron los temas interesantes.
Le conté de esa pareja de seres que corrían felices por el campo y cayeron en una vizcachera de la que no pudieron salir nunca más.
Al principio les costó acostumbrarse a la oscuridad total que había allí dentro, pero decidieron convivir con ella porque encontrar la salida no les fue posible.
Tuvieron cría, unos hijitos hermosos que crecieron sin conocer la luz y desarrollaron unos ojos crecientes sedientos de captar algún rayo que no existía allí abajo.
Las generaciones pasaron y los ojos inútiles se iban haciendo más grandes con el correr de ellas.
Aunque hechos para la vida al aire libre, llegaron a adaptarse a nuevas costumbres en su mundo subterráneo. Cambiaron su dieta sin grandes problemas; allí abundaban insectos y lombrices que al principio comían a regañadientes pero que los nietos de los nietos consideraban un manjar.
Se deslizaban en silencio y se comunicaban en susurros que resonaban en las cavernas.
En cierto punto la raza empezó a perder el pelo, ya que la temperatura allí era constantemente templada todo el año y no había lluvias ni vientos que soportar.
Esos animales que con el correr de los años tenían piel húmeda y ojos gigantes que se les salían de las órbitas ya poblaban las vizcacheras abandonadas y habían excavado más allá de lo imaginable, siempre hacia abajo y en lo profundo.
En su primitivísima astrología no había estrellas pero ellos se ubicaban perfectamente porque aparte de su oído y su olfato, su visión les permitía identificar pequeños puntitos de oscuridad en medio de la negrura más absoluta. Por eso a pesar de que su vista no les sirviera de nada siempre andaban con los ojos terriblemente abiertos.
Con el paso del tiempo comenzaron a desarrollar una imaginación vívida y las historias que alguna vez contaron los abuelísimos de los abuelos eran representadas de extravagantes maneras en cada una de esas mentes ya dadas a la contemplación interior y al ensimismamiento absoluto.
La que fuera una raza sociable y trabajadora se abandonó por completo a la soledad, el mutismo, la desidia y la hostilidad.
Comían, dormían y morían donde los encontrara el azar, aunque unos pocos seguían buscando constelaciones de puntos negros.
Se odiaron más y más con el paso de los siglos y si se reproducían era sólo porque a veces, casi accidentalmente, se encontraba una pareja en el cruce de dos corredores y apresurada y torpemente respondían a un instinto que los asqueaba después de satisfecho.
Algunos soñaban despiertos con historias oídas de viajeros de cuevas remotas que hablaban de cavernas sin techo y un aire cálido que golpea la cara y casi no deja respirar de la felicidad.
Uno de ellos comenzó un día a cavar la roca hacia arriba, primero con la abulia que los caracterizaba y luego con mayor y mayor frenesí.
El camino era muy largo, pero su obstinación era mayor, y consiguió morir exhausto no sin haber recorrido muchísimos metros hacía un grupo mucho mayor de puntitos de oscuridad.
Otros vinieron detrás de él que murieron en la empresa pero que continuaban con una fe insolente y los hacía acercarse a la superficie.
Llegó por fin el día en el que alguno de ellos quitó definitivamente la tapa que lo separaba del mundo desconocido y salió a la superficie. Caminó unos pocos pasos, retorcido por el dolor de la luz que le quemaba sus ojos gigantes que no sabía cómo cerrar, y abrasado por el aire que secaba su piel viscosa.
Tuvo unos instantes de conciencia del terror que lo paralizaba antes de morir con una exhalación.
Algunos otros se atrevieron a salir y morir de la misma manera y los de abajo, horrorizados porque quien salía no volvía a entrar, decidieron huir del túnel maldito y clausurarlo para siempre.
Callaron sus historias para no despertar el deseo en los otros de salir a morir en busca de puntos más oscuros que los que se veían allí abajo, pero rumores corrieron que minaron lentamente el temple de casi todos y los hicieron redescubrir el corredor prohibido y morir de a uno en los primeros pasos en el exterior.
Los pocos que quedaron adentro se frustraron tanto que se dejaron ir y de a poco la raza se apagó y extinguió para siempre.
– La adaptación es un camino de un solo sentido – Me dijo quien me escuchaba.
– ¿Ascendente o descendente? – Intenté ponerlo en un aprieto, aunque sospechaba lo trivial de mi pregunta.
– Depende de cuál sea el punto de partida – Me respondió.
Entendí y bajé la mirada. Giré el picaporte y salí a la oscuridad total de la noche sin estrellas.
Estrellas del cine nacional
Pensé en Tino (no nombro el apellido ¿para qué, si todos saben de quién hablo? Del día a la noche conoció la fama que lo desairó en vida) y lo asocié a Gino Renni, un hombre talentoso. Vi que tiene un sitio en internet con fotos y canciones. Las fotos son todas medio parecidas, lindas, como esa en la que aparece alimentando su pájaro campana, o esa otra en la que se lo ve con un vaso de whisky (me parece que es ice tea diluído, pero el efecto es groso) y también recapacitaba en la fama, ese efecto de masas en menor o mayor medida que hace y deshace.
Pensaba también que no sé si no sería más conveniente en el caso de la palabra “deshace” escribir a secas “desace”. No, ahora que la veo escrita no.
Volviendo al tema Gino Renni, su sitio comienza con “Artista completo, si los hay” y me dio un poco de envidia. Bah, no, envidia no.
¿Gino Renni estará medio barbudo, con un pantalón vaquero medio viejo y medio con olor a chivo sentado en una Pentium II con conexión dial-up escribiendo el texto de su site?
Capaz que está fumando, tomando ice tea en vasos de whisky, cansado porque no se le ocurre más que poner y por ahí hace una pausa y se va a ver unas fotos medio pornos, sórdidas, de cosas raras.
Recordará épocas más o menos doradas, de juventud y belleza (que, no nos engañemos, son la misma cosa) cuando hacía fotonovelas y soñaba con un futuro de gloria que no le llegaría.
Pensará que quizá todavía esté a tiempo de dar el batacazo y saltar de la noche a la mañana a la cresta de la ola. Si pudiera al menos por un día, o un rato al menos.
Entonces piensa que quizá haya cosas que no lo ayuden: la edad, haberse quemado en patéticos papeles como en Mesa de Noticias o hacer siempre de salame, cosa que hazte la fama y échate a dormir.
Eso, aparte está medio dormido pensando en todo eso porque a pesar que son tipo las 2 y media de la tarde, anoche se quedó mirando televisión hasta el final de la programación y tomando cantidades industriales de ice tea, que para colmo lo hicieron levantarse a mear 3 (tres) veces a la noche.
Una de las veces que se levantó a mear se quedó un rato en el baño medio pensativo y se fumó un cigarrillo, haciendo unos planes que de golpe le vinieron a la mente, como llamar a un representante o mandarle un email a Sofovich. No. ¿Se murió o no? Hugo se murió. Cagamos. Ma sí, que me llamen ellos. Me voy a dormir otra vez.
Pero la cosa es que a esa edad uno se desvela y nada te duerme de nuevo, así que dando vueltas en la cama (solo) y pensando cosas, medio caóticamente, porque salta del representante a una mina que vio en el club y por ahí se acuerda que pobre Hugo y por un momento ni me acordaba que se había muerto. Ma sí, lo llamo a Gerardo que por algo son hermanos. No, eran hermanos. ¿No te acordás que Hugo se murió? ¿Y si me muero yo también? O sea ¿y si me mato? No, pobre Hugo. Pobre Tino. Por ahí por un par de días se acuerdan pero después mirá lo que pasa. Al pedo.
Aparte lo de la fama es algo tan relativo. ¿Quién es famoso, para qué y para quienes?
“Artista completo, si los hay” me gustó por más que sonara a frase hecha. Bueno, en realidad es una frase hecha. O sea, eso de “si los hay” es lo que suena a frase hecha, porque si no fuera así, ponete a pensar que literalmente no tiene mucho sentido. Al menos no en mi caso, que me la pasaba haciendo fotonovelas.
Me acuerdo que hasta era divertido, porque no se preparaba nada. Nos juntábamos en casa de alguien, a veces en la misma casa hacíamos 3 o 4 fotonovelas, ni la ropa nos cambiábamos, pero una incluso la vendieron en Turquía. Venía el libretista (¡libretista!) y decía “ponete acá” y sacaban fotos.
Una vez dijeron que la fotonovela iba a ser en colores y me acuerdo que me puse como más nervioso que de costumbre y hasta ensayé solo frente al espejo. Las caras. Tipo cara de enojado, hacía varias poses, no siempre mirando al espejo, a veces mirando para el costado, pero con el rabillo del ojo me miraba a ver si era satisfactoria.
Me encantaba porque pensaba que ese era el primer paso al estrellato.
El camino era: fotonovela-fotonovela color… y después se abrían infinitas posibilidades.
Es cierto que sólo eran los 2 primeros pasos pero con 2 pasos uno aprende a caminar ¿no?
Mierda, las 5 de la mañana. Mañana no me levanta nadie. No. No me levanta nadie. ¿Y quién me va a levantar si estoy solo como un perro? Aparte ¿para qué me quiero levantar? Bueno, tendría que llamarlo a Gerardo o mandarle un mail al menos. Tendría también que actualizar la web. Me olvidé de poner eso de la fotonovela en Turquía y por ahí vale la pena mencionarlo. ¿Para qué? Nunca se sabe, por ahí lo lee alguien. ¿De Turquía van a leer mi página en español? Aparte no creo que se hagan más fotonovelas. Bah, qué se yo, yo en una época leía las mías y si bien es verdad que por un tiempo me pareció que el género tenía algo de artístico que haya pasado por etapas de leer fotonovelas no me hace un conocedor del tema. Capaz que se siguen haciendo, aunque a esta altura, sobre todo después de Foderone della Sasizza ¿quién me va a pedir que haga de galán? Galán maduro, podría ser, pará que me agarro otro ice tea, me miro al espejo y te digo. Ma sí, yo ya no me duermo más y aparte para qué si mañana no tengo nada que hacer ¿Dónde está el smoking? Mierda, la última vez que me lo puse me olvidé de mandarlo a la tintorería y acá está el lamparón de las épocas que el vaso estaba lleno de whisky y no de ice tea. Como pasa el tiempo. Hace como 3 años y aparte, la puta, no me entra. Al menos el saco me tiene que entrar, total el espejo no es de cuerpo completo. Así sin afeitar no me favorece, pero si me afeitara… Si, me tendría que pintar esas canas. No ¿para qué? Habíamos dicho que iba a ser de galán maduro y unas canas no vienen mal. Pará; “unas” canas, pero esto es el acabose. ¿Se alquilarán smokings en algún lado? Porque lo que podría hacer es alquilarme uno por un día y sacarme unas fotos, como para mandar de prueba a esas revistas. Pero ni sé si siguen existiendo. ¿Dónde están todos? Puta, yo me acuerdo que en mis tiempos sonaba el teléfono y me llamaban, al menos para saludar. Bueno, no me puedo quejar, el otro día iba en el ómnibus y me reconocieron, incluso a pesar de que tenía los lentes oscuros. ¿Cómo no voy a tener lentes oscuros si esa noche tampoco había dormido? Un desastre era yo esa mañana, y la señora no estaba segura que yo fuera yo y me pidió que me sacara los lentes. Me miraba con una ilusión, pobre… Me puse los lentes lo más rápido posible porque ya había otra gente que miraba y se murmuraban cosas, aparte que el ómnibus iba medio lleno y yo ya me bajaba. Me bajé una parada antes, de todos modos. No porque me equivocara, pero la señora me estaba poniendo nervioso y me reconocía de programas de televisión en los que nunca trabajé. No, yo no era de No Toca Botón.
Otro, otro que se murió. Olmedo. Ese es un tipo que la hizo bien. Hasta morirse.
¿Y yo para qué me voy a morir si todavía quién te dice?
Mañana alquilo el smoking y me hago las fotos esas. Lo llamo a Sofovich. No, le mando un mail y le explico que estaba de viaje y no pude ir a lo del pobre Hugo cuando pasó. No, mejor no le explico nada, de todos modos seguro que ni se dio cuenta que yo no fui.
Mejor me voy a dormir ¡Dios, el tiempo ni pasa, las 5 y cuarto!
¿Igual para qué? Para no pensar al menos y estar fresquito mañana y ver si consigo el smoking ese. Este me tira bastante de la sisa, aparte del lamparón ese que ya no creo que salga. Bah, no se nota tanto, tampoco, aparte que estas cosas se usan de noche y disimula. Por ahí me puedo poner el pantalón negro del traje con el saco este y zafo, total para unas fotos…
Ah, si, me tiro en la cama así nomás, total ya me levanto en un ratito. Pará la máquina, Gino (hasta yo me llamo con mi nombre artístico, completo si los hay) y descansá un ratito, que mañana tenés un día a full. Pobre Hugo.