Estuvimos horas sentados tomando té sin decirnos casi nada, hablando de trivialidades y cuando me disponía a irme tomé el picaporte para abrir la puerta y como siempre pasa salieron los temas interesantes.
Le conté de esa pareja de seres que corrían felices por el campo y cayeron en una vizcachera de la que no pudieron salir nunca más.
Al principio les costó acostumbrarse a la oscuridad total que había allí dentro, pero decidieron convivir con ella porque encontrar la salida no les fue posible.
Tuvieron cría, unos hijitos hermosos que crecieron sin conocer la luz y desarrollaron unos ojos crecientes sedientos de captar algún rayo que no existía allí abajo.
Las generaciones pasaron y los ojos inútiles se iban haciendo más grandes con el correr de ellas.
Aunque hechos para la vida al aire libre, llegaron a adaptarse a nuevas costumbres en su mundo subterráneo. Cambiaron su dieta sin grandes problemas; allí abundaban insectos y lombrices que al principio comían a regañadientes pero que los nietos de los nietos consideraban un manjar.
Se deslizaban en silencio y se comunicaban en susurros que resonaban en las cavernas.
En cierto punto la raza empezó a perder el pelo, ya que la temperatura allí era constantemente templada todo el año y no había lluvias ni vientos que soportar.
Esos animales que con el correr de los años tenían piel húmeda y ojos gigantes que se les salían de las órbitas ya poblaban las vizcacheras abandonadas y habían excavado más allá de lo imaginable, siempre hacia abajo y en lo profundo.
En su primitivísima astrología no había estrellas pero ellos se ubicaban perfectamente porque aparte de su oído y su olfato, su visión les permitía identificar pequeños puntitos de oscuridad en medio de la negrura más absoluta. Por eso a pesar de que su vista no les sirviera de nada siempre andaban con los ojos terriblemente abiertos.
Con el paso del tiempo comenzaron a desarrollar una imaginación vívida y las historias que alguna vez contaron los abuelísimos de los abuelos eran representadas de extravagantes maneras en cada una de esas mentes ya dadas a la contemplación interior y al ensimismamiento absoluto.
La que fuera una raza sociable y trabajadora se abandonó por completo a la soledad, el mutismo, la desidia y la hostilidad.
Comían, dormían y morían donde los encontrara el azar, aunque unos pocos seguían buscando constelaciones de puntos negros.
Se odiaron más y más con el paso de los siglos y si se reproducían era sólo porque a veces, casi accidentalmente, se encontraba una pareja en el cruce de dos corredores y apresurada y torpemente respondían a un instinto que los asqueaba después de satisfecho.
Algunos soñaban despiertos con historias oídas de viajeros de cuevas remotas que hablaban de cavernas sin techo y un aire cálido que golpea la cara y casi no deja respirar de la felicidad.
Uno de ellos comenzó un día a cavar la roca hacia arriba, primero con la abulia que los caracterizaba y luego con mayor y mayor frenesí.
El camino era muy largo, pero su obstinación era mayor, y consiguió morir exhausto no sin haber recorrido muchísimos metros hacía un grupo mucho mayor de puntitos de oscuridad.
Otros vinieron detrás de él que murieron en la empresa pero que continuaban con una fe insolente y los hacía acercarse a la superficie.
Llegó por fin el día en el que alguno de ellos quitó definitivamente la tapa que lo separaba del mundo desconocido y salió a la superficie. Caminó unos pocos pasos, retorcido por el dolor de la luz que le quemaba sus ojos gigantes que no sabía cómo cerrar, y abrasado por el aire que secaba su piel viscosa.
Tuvo unos instantes de conciencia del terror que lo paralizaba antes de morir con una exhalación.
Algunos otros se atrevieron a salir y morir de la misma manera y los de abajo, horrorizados porque quien salía no volvía a entrar, decidieron huir del túnel maldito y clausurarlo para siempre.
Callaron sus historias para no despertar el deseo en los otros de salir a morir en busca de puntos más oscuros que los que se veían allí abajo, pero rumores corrieron que minaron lentamente el temple de casi todos y los hicieron redescubrir el corredor prohibido y morir de a uno en los primeros pasos en el exterior.
Los pocos que quedaron adentro se frustraron tanto que se dejaron ir y de a poco la raza se apagó y extinguió para siempre.
– La adaptación es un camino de un solo sentido – Me dijo quien me escuchaba.
– ¿Ascendente o descendente? – Intenté ponerlo en un aprieto, aunque sospechaba lo trivial de mi pregunta.
– Depende de cuál sea el punto de partida – Me respondió.
Entendí y bajé la mirada. Giré el picaporte y salí a la oscuridad total de la noche sin estrellas.
La vizcachera
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